miércoles, 31 de enero de 2007

Eusebio García Luengo: 'Pen-Club'

por Eusebio García Luengo

Valencia, Nueva Cultura, nº 9

Eso de la convivencia de los escritores es una pamema. Sobre todo, si no se especifica para qué y quiénes y cómo. Todo importa sobremanera. Que los escritores se emborrachen periódica y conjuntamente nos trae sin cuidado, por muy comedidamente que lo hagan y aunque en ello pongan el gusto más cosmopo­lita.



Que la comunidad de escritores puede ser fecunda es obvio. Lo mismo que cualquier otra. Más nos explicaríamos, sin embargo, que los albañiles se reunieran mensualmente a llenar su andorga. Y que lo hicie­ran los escritores que no comen a diario. Pero los que son, esencialmente, escritores machorros, baldíos, ca­pados, por mucho que se junten y se rejunten no lograrán más que estilizar la reverencia, el dengue y el dis­creteo amadamado y de salón.

Creo que lo que precisan los escritores, más que restregarse entre sí, es carearlos de la pitanza, para que se la busquen, para que busquen la vida, a la cual el portero -¡oh, por Dios!, nada de ordinarieces!- no deja pasar al banquete.

La literatura alquitarada y destilada, de fraque, ante el té, sin descomponerse por el tumulto de la calle, que no trasciende con tanta alfombra y tanto corcho en las paredes, puede reunirse en salones donde previamente se ha hecho el vacío. Puede hablarse del devenir histórico sin sentir en herida y fulminante reve­lación qué es la historia ni quienes la hacen; del espíritu de la tragedia, de la que sus vidas y temperamentos están sideralmente lejanos; del problema social, sin percibir el estremecido y despeñado runrún humano, ni la solidaridad de troncos e insectos, la solidaridad de los hombres en el trabajo, la más líricamente hermosa re­velación de todos los tiempos...

Hay un instinto, por el que un hombre ante otro mide la radical y sustantiva comunión humana entre ambos. Una adivinanza de niño que aprecia la firmeza del prójimo, del compañero. Se intuye frente al hom­bre, qué resquicio ofrece para la colaboración fundamental. Lo menos que hoy puede exigirse es una primaria disposición para la obra de recreación del hombre. Lo que nos hace sentirnos en el mismo planeta. Estos es­critores dan impresión fría y lejana. Quedan fuera de lo que, como humano, puede hoy aceptarse. El mismo hecho de reunirse como lo hacen declara su ruptura con toda colaboración. Es decir, se obtiene la paradoja de que, queriendo colaborar, se incapacitan para hacerlo en el plano en que hoy es posible. Porque el escritor no tiene tanto que colaborar con el otro escritor como con todos los demás que no lo son. Y su obra será tanto más fecunda cuantos más directamente se nutra en la tierra y el hombre.

Los grupos cerrados de escritores son monstruosos y antinaturales. Se devoran a si mismos. Acaban operando sobre la nada. Creen que la máxima amplitud consiste en que el cubierto cueste 15 pesetas en vez de 25. ¡Cuánto mejor sería, en todo caso, beberse un diez en cualquier tasca!

La gente de este Pen-Club, ambigua, neutra, hermafrodita literario, dice a las claras tu tono y fin, desplazado de cualquier preocupación viva. El tema arrastra a muchedumbre de ellos, que ni siquiera a modo de epígrafes precisa especificar, porque en su torno se ha proyectado ya suficiente claridad; misión del escri­tor, su función social, clases de escritores, destino y papel del intelectual... Esta gente está en la luna, en el mejor de los casos.
Apuntemos sólo esto: A tales escritores les ha llegado la literatura por modo apagado, teórico. Son escritos reflejos y no por riñones. No la han mamado en sus verdaderas fuentes. Igual que al niño en mal ré­gimen escolar, se le enseña el libro y no la cosa, el mapa y no el río o la montaña de verdad.

Y esto otro: Son defraudadores y malversadores de la literatura, tan delincuentes que estos políticos ladrones del caudal público. El bien común de arte y belleza pretenden acapararlo. Son especuladores más peligrosos que los de las finanzas, son burócratas, son boticarios, son panaderos que quitan peso y lecheros que aguan la leche. Todo menos escritores. Debiera desterrárseles a una isla –o a un limbo- de querubines y políticos malversadores y trapisondistas. Porque, aunque parezcan contrarios, sólo una política de latrocinio y ladronicio puede convivir con estos escritores desdeñosos, neutros. Esta pureza es la que permite y se aprove­cha de aquella canalla.



EUSEBIO GARCIA LUENGO

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