miércoles, 31 de enero de 2007

Eusebio García Luengo: Notas sobre "El rey se muere" de Ionesco'


Madrid: Índice, enero de 1965, año XVIII, nº 193

“El rey se muere” es una meditación sobre la muerte o, si esto parece excesivo, la descripción de una agonía. Entre sus mayores méritos figura, a mi juicio, el de que esta agonía viene a ser casi la vida entera del personaje, con lo cual tenemos que la obra constituye también la síntesis o resumen de la existencia de un hombre en relación con su muerte, o más claramente expresado quizá, la visión de esa misma existencia a la luz o a las sombras de la muerte y en contraste con ella.

No hay nada que más enfade en los modos críticos al uso que el afán de hacer interpretaciones exageradas y pedantes sobre obras entecas y de texto raquíticamente equívoco y ambiguo. Sobre muchos de estos autores –y muy especialmente sobre quienes cultivan como Ionesco en género en que la realidad está aludida de manera metafórica, o surrealista o simplemente caprichosa- leí a menudo atribuciones más arbitrarias todavía que sus mismas obras, por las que se quería ver en lo escrito algo que no estaba allí para cualquier persona de buenas entendederas.

Los autores se prevalían de una artimaña escamoteadora. Utilizando un lenguaje pobre y unas cuantas imágenes de dudoso sentido se pretendía sembrar una profundidad de verdad inexistente. Curiosa invención esta de escribir sin escribir, de decir lo que no se ha dicho y de hablar balbuceando incoherencias. A cualquier escritor un poco ladino le bastaba –lo cual no es pequeña habilidad- aprovechar, con arreglo a su cacumen y a su capacidad de asimilación, las mil expresiones y formas ya acuñadas a lo largo de los siglos en la literatura universal para dar a entender o insinuar que ellos han desencadenado también sus propias expresiones. Pero como estas están ahí o no, sin posible escamoteo, se apela de nuevo a dar a entender con frases de vago significado que quieren decir acaso, tal vez, no se sabe con certeza qué.

De modo que un personaje exclamaba “vida, muerte, puñeta, mesa, tierra, ven, vete”, todo ello en una situación poco definida, para que los exégetas de turno se apresuraran a exclamar a su vez: “Qué hondura, qué drama existencial, qué sarcasmo, qué sátira de costumbres, qué horrible desolación se transparenta en aquel alma...”

Había que denominar farsa a tal género, y así el término venía a encubrir holgadamente toda clase de esfuerzos impotentes y de piruetas, de pamemas y de forcejeos tartamudos. Si se echaba mano del símbolo, no hay más que pedir. El símbolo es una operación por la que se sustituye o sintetiza una realidad compleja, casi siempre de índole muy ampliamente espiritual. Puede tratarse de un concepto o de una situación o serie de situaciones humanas que se reducen o abstraen a una sola que las comprende a todas. Pero en rigor toda realidad es simbólica, porque ningún tipo, personaje, situación, sentimiento, posición ante la vida y las cosas se detienen en si mismos, sino que se refieren a otros muchos, pues de lo contrario no serían expresables ni comunicables.

El símbolo se presta a las grandes concepciones sobre el destino del hombre, pero también a las mayores vaciedades. Simbolizar a la pureza, la bondad, las tiernas inclinaciones ha dado lugar modernamente a las más espesas cursilerías y a las más pretenciosas oquedades. Ciertos escritores llenos de ecos, no son sino caja o mecanismo de resonancias, por lo cual se pone en movimiento determinadas palabras que arrastran vagas significaciones. Claro que escribir consiste en poner palabras unas detrás de otras, pero el resultado depende de cuáles sean éstas. Hay que ponerlas todas y sólo las suficientes. El exceso y la garrulería es tan vicioso como la pobreza que pretende hincharse. Hinchazón semejante a la de la avitaminosis es la que algunos proyectan sobre ciertas obras paupérrimas.

Cuanto va dicho en los últimos párrafos, ¿tiene relación con Ionesco? Sin duda, pues es uno de esos autores cuya suerte consiste en suscitar ofuscaciones y confusiones. No creo que aquello que se discute sea excelente por eso mismo, pues en muchas cosas discutidas hay un elemento espúreo. La obra que provoca discusión puede no despertar otros movimientos de ánimos más fecundos y duraderos. “Rinoceronte”, por ejemplo, se discutió por ese elemento de extravagancia, de sorpresa y de ambigüedad significativa con que jugó Ionesco, aunque se trataba, a mi parecer, de una obra taimada, halagadora de la pedantería más necia de quienes se creen independientes. Escribir una sátira contra el gregarismo mediante una metáfora tan vaga y tan arbitraria como la de que todos se van convirtiendo en rinocerontes, no puede ser más pueril y más obvio. Los impulsos más nobles del hombre son tan gregarios como los más viles y es tan gregario Ionesco como yo y como cuantos aplaudían en el teatro a una independencia y a unos valores humanos que no se sabe en qué consiste. Todos los valores humanos, incluso el de la independencia, son gregarios. En fin, esto me llevaría lejos y sólo quiero poner de relieve que Ionesco desarrolló una peripecia sin ningún interés para mí, aunque en el primer acto de “Rinoceronte” mostraba inequívocamente su calidad de observador de costumbres y de magnífico humorista. (El director de INDICE dijo sobre “Rinoceronte” muy atinadas palabras)

¿Por qué me interesó, en cambio, “El rey se muere”? ¿Puede haber diferencia esencial en dos obras del mismo autor? No estoy seguro de lograr una explicación clara en pocas palabras. Tampoco conozco bien la obra de Ionesco, pese a las lecciones que debo a Ángel Fernández-Santos. MI actitud era más bien de reserva –porque “Las sillas” o “La cantante calva”, por ejemplo, no me parecían ni bien ni mal- cuando oía como espectador sencillo, pero ¡ay! con muchos prejuicios, “El nuevo inquilino” en el María Guerrero. (Todo lo que concierne a la representación, interpretación y puesta en escena fue justamente alabado por la crítica de los diarios)

“El nuevo inquilino” es una ocurrencia verdaderamente ingeniosa, una especie de sainete trascendental. Aquí si que se puede responder que Ionesco no se ha propuesto decir otra cosa sino lo que está allí. Pero el caso de “El rey se muere” es mucho más patente, porque lo que está allí resulta sobremanera explicito. No hay que preguntarse nada sobre las dos reinas que sienten y hablan muy coherentemente, no sobre el papel del médico-verdugo-astrólogo –aunque éste suponga mayor abstracción--, ni sobre la criadita que representa al pueblo en general, pero que sobre todo se representa a sí misma.

Un humor de buena ley se transparenta a través de observaciones sobre el poder, la guerra, la política. Temía al principio que lo grotesco y lo desorbitado, la caricatura esperpéntica –por emplear un adjetivo que inventó nuestro escritor y del que ya no puede prescindirse- se adueñasen de la escena. Pudieron suceder los episodios abigarrados en una especie de delirante y revuelto aquelarre. El autor, sin embargo, procede con sobriedad y combina muy escasos elementos. Toda la obra resulta contenida y traspasada de buena sabiduría de buen escritor.

Algunos opinan de ella que “no es Ionesco”, queriendo decir que se aparta de otros modos, los cuales se les antojan más peculiares y también más renovadores. Es mucho que a un autor se le conceda un estilo, aunque con demasiada frecuencia más que un estilo sea un tranquillo. No obstante, a mi no me importa que “El rey se muere” sea o no Ionesco en aquel sentido, pues es posible que resulte mejor y a la larga venga a cimentar la verdadera personalidad del autor. Tanto más cuanto que esta obra tampoco carece de rupturas, de los juegos violentos con el tiempo, de la exageración graciosa, de los símbolos arbitrarios y, al mismo tiempo, muy reales. Tales, por ejemplo, como que el rey quiere mandar a la lluvia o al sol, o cuando el alabardero –que representa todo el ejército y en realidad todas las fuerzas políticas- se niega a obedecer. El meollo o núcleo de “El rey se muere” es clásico y su modernidad procede de ello y de una visión irónica, desprendida, en que los sentimientos y las pasiones se hallan aludidos con lejanía y en cierto modo intelectualmente, en la buena acepción del término, no en puro galimatías pretencioso, sino diciendo cosas sencillas y agudas.

De dicha abstracción procede seguramente la frialdad que otros –o aquellos mismos- advierten en la obra, que viene a ser una especie de tragedia grotesca sin emoción, un melodrama cerebral. Si no se hubiese escrito con un pulso verdaderamente dramático, sería monótono e indigesto. Pero lo que le ocurre al rey, o lo que dice, o siente o recuerda, está expresado con conocimiento del alma humana y en admirable síntesis. Resulta difícil presentar una corte convencional y sin embargo también convincente por los elementos históricos y psicológicos que en ella se conjugan, y también por la brevedad de esa combinación.

Ningún critico, que yo sepa, echa de ver los dos rasgos que me parecen más de notar en esta agonía, la cual en realidad duda toda una vida: el miedo y la ausencia de Dios. Este hombre que es el rey –lo último, quizá, sea, lo que menos importa, aunque conserve el gran instinto espectacular de Ionesco- se halla aterrado y para nada se acuerda ni se pregunta que le espera en el más allá ni se plantea ningún problema de ultratumba. Se trata del más oscuro y biológico terror a la muerte, sin más. En tal sentido la obra de Ionesco resulta un tanto cínica y desgarrada y no precisamente porque se usen tales o cuales expresiones fuertes –burda maña-, sino por su tono total. ¿Tiene que ver esto con el pesimismo de que tanto se habla? No es fácil ser pesimista, y la mayor parte del presunto pesimismo actual no pasa de expresiones inertes y de frases estereotipadas.


EUSEBIO GARCIA LUENGO



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