viernes, 18 de abril de 2008

José María Amigo Zamorano: Un Sueño Con Dos Caras

Un sueño con dos caras

Por José María Amigo Zamorano


-¡Ruego, estúpido, que pintes nuestra sala de blanco! ¡Inmediatamente! No quiero escusas que alarguen está estancia sumergidos en oscuridad que nos está matando.

-¡Mamá, mamá! Papá dice que estás loca. Que cómo se te ocurre decir que nos pongamos a pintar a oscuras.

-¡Eh!... Papá tiene razón hija. En qué estaría pensando...

Y se puso a llorar. Aunque ni el marido ni la hija notaron nada. Llevaban ya más de dos horas a oscuras. Se había ido la luz en todo el barrio. El cielo estaba cubierto de nubes. La noche se cubrió de luto. Toda era silencio. De modo que después de charlar un ratico con la hija y el marido, quedó traspuesta. Como adormilada. En otro mundo. Recuerda... mas bien vagamente... que había soñado algo. Mejor dicho, varios sueños. Para ser más exacto: un sueño y una pesadilla. El Bien y el Mal, se atrevió a pensar.

Era un almendro, pero también un cerezo. Aunque más cerezo que almendro, sin dejar de ser almendro. Estaba cuajado de flores porque era primavera. Curiosamente todo cubierto de frutos. Cerezas. No almendras. Si bien ella tenía almendras. Las cerezas estaban en sazón. Brillaban. Su brillante colorido invitaba al banquete.

Por una casualidad pasó delante él. No sabe quién es. Si bien, era sin duda él. Ella lo conocía. Le resultaba familiar. El árbol frutal, ella, se alegró. Indiferente pasó de largo. Varias veces. Lo llamaba ella. Es decir: el cerezo o almendro. Por fin alzó la vista y se sintió atraído por tan hermosa contemplación. Gateó por el troncó y penetró en la floresta. Comía cerezas, acariciaba y olía las flores. Luego apoyaba la barbilla entre dos ramas. Yo sentía un gozo, una dulzura, un deleite porque en realidad apoyaba su cara en mi cuello. En un momento dado sintió que se caía y yo le dije que no temiera nada, porque el árbol, que era yo, lo sostendría. Agradecido se agarró al tronco. A continuación, al verse seguro, comenzó a acariciar y a besar las flores que eran mi piel blanquísima. Algo de verdad debe haber en los sueños, porque efectivamente tengo la piel muy blanca. Mis ojos, de cuando en cuando, con la fuerza de un imán, le incitaban a comer esas coloradas cerezas. El contacto de los labios con las cerezas me ponía la piel de gallina. Las flores se estremecían...

Pero se cansó de comer cerezas, de estar subido al árbol. Y se bajó. Me llevó de la mano casi a rastras. Yo no quería ir a ninguna parte. Solo quería seguir siendo árbol. Deseaba ardientemente que volviera sobre sus pasos. Porque seguía siendo árbol. Estaba allí, cerca de él, que se alejaba con mi otro yo de la mano. Lo que quería era que volviera y penetrara en el árbol. Por eso iba yo a rastras, quejándome. Tenía más fuerza que yo y me obligaba.

Fuimos andando por calles cada vez más estrechas y más y más oscuras. Yo seguía dolorosamente ese camino. Llegó un momento que me decidí a volver. Miré para atrás: pero todo me era desconocido . Y gris. Y muy triste. Había una luz como encerrada en un cendal. Diría luz oscura. Triste. Gris.

Recuerdo que me solté de la mano de él, pero no para huir sino para seguir como un borrego tras de sus pasos. Lo seguía sin conocerlo estando seguro que era él. Eso sin duda. Había perdido tersura, atractivo, juventud. Tenía la cara agrietada, arrugada, seca. Amojamado todo él. Triste y gris. También era gris como el entorno.

Por fin llegamos a una estancia que tenía unos muebles grises, tristes. Se sentó en un sillón. Mucho tiempo. Sin decir, ni hacer nada. Esperé algo que no sucedió porque no se movió del sillón. Me sublevé por su pasividad. Y porque el cuarto era oscuro, triste y gris. De modo que, mirándolo fijamente, exclame enfurecida esas palabras por las que mi esposo me calificó de loca:

-¡Ruego, estúpido, que pintes nuestra sala de blanco! ¡Inmediatamente! No quiero escusas que alarguen está estancia sumergidos en esta oscuridad que nos está matando.

Porque lo que yo quería era ser árbol y que comieran de mis frutos.


¡Qué cosas!

jueves, 17 de abril de 2008

Aimé Césaire ha fallecido

PARÍS (AFP) - El poeta martiniqués Aimé Césaire, considerado el padre de 'la negritud', falleció este jueves a los 94 años de edad en Fort de France (Martinica), en el centro donde se encontraba hospitalizado desde el 9 de abril, informaron fuentes gubernamentales.

Desde su ingreso en el hospital Pierre Zobda-Quitman por problemas de "naturaleza cardíaca" se dispararon los rumores alarmistas sobre su estado de salud, considerado "preocupante" por sus médicos.

Aimé Césaire fue, junto al senegalés Leopold Sedar Senghor y el guayanés Leon-Gontran Damas, uno de los impulsores de la corriente 'negritud'.

Los martiniqueses esperaban estos últimos días con serenidad y discreción la evolución de su estado de salud, sobre todo en Fort de France, la ciudad de la que fue alcalde durante 56 años, entre 1945 y 2001.

El gabinete de la ministra francesa de Interior y Ultramar, Michèle Alliot-Marie, informó este jueves de que se organizará un funeral nacional por Césaire en una fecha que todavía no ha sido fijada.

Alliot-Marie asistirá a esa ceremonia, cuya organización se prepara en estrecha colaboración con la familia del poeta, las autoridades martiniquesas, así como con la Presidencia francesa, según el ministerio.

Antes de que se celebre el funeral, se organizarán varias ceremonias en la Francia metropolitana en honor del poeta, en particular, una jornada de duelo.