viernes, 12 de enero de 2007

Antonio Buero Vallejo: EN EL GIJÓN ESTABA EUSEBIO


EN EL GIJÓN ESTABA EUSEBIO

Por Antonio Buero Vallejo

Hacia 1946 y reciente aún mi salida de la cárcel me llevó Ramón de Garciasol al Café Gijón: el local más vivo entre los que acogían en Madrid tertulias de escritores y artistas en aquellos años difíciles. García Luengo era habitual del Café y en aquel reducto, pero no sólo en él, gozaba de respeto. Narrador, articulista, se le consideraba más que nada un dramaturgo. Por supuesto sin estrenos, que tampoco entonces era fácil obtenerlos; reputado, sin embargo, por los contertulios más serios del Gijón y en otros ambientes literarios, como un gran autor de teatro llamado a remozar nuestra escena. Me interesó por ello enseguida, pues yo empezaba a escribir dramas por entonces; pero no era fácil conocer su teatro, escasa y fugazmente publicado. Mientras iba, poco a poco, dando con obras suyas, llegué a tener con él cordial aunque no íntima relación. Era desde luego contertulio incisivo y maduro –me llevaba unos años- a quien resultaba interesante escuchar por la desprejuiciada y contundente claridad de sus opiniones.
Había titulado yo La escalera a la obra, ya escrita, que fue más tarde mi primer estreno; cambié un tanto ese título al enterarme de que Eusebio era autor de otro drama así denominado, aunque –según comprobé cuando al fin pude leerlo- nada tenía que ver con el mío salvo la acción del primer cuadro en el rellano de una escalera vecinal. De otros títulos de textos suyos me llegaban referencias, como del de No sé, una novela que nunca pude encontrar, o como los de Entre estas cuatro paredes –obra de teatro que sólo muchos años después vino a mis manos- o lo de su otro drama titulado El celoso por infiel… Sí logré con el paso del tiempo la lectura de Los hijos, de Las supervivientes y de alguna otra de sus obras teatrales. Por aquellos años obtuvo también Eusebio el Premio Café Gijón por su narración La primera actriz, que leímos con placer y por cuyo galardón todos les festejamos de muy buen grado.
Si no recuerdo mal, él y yo nos habíamos presentado al Premio Lope de Vega en 1949, tan esperado tan esperado después de catorce años de suspensión. Tuve la suerte de ser el ganador, lo que, al parecer, no enfrió el trato amistoso que Eusebio me dispensaba, aunque cualquiera sabe lo que sentiría en su interior. Mejor o peor, inicié yo desde aquella fecha mi larga y discutida presencia en la escena española, mientras para García Luengo corrían los años sin llegar, que yo sepa, a levantar un telón. Pero Eusebio no carecía de partidarios para los que el ganador del Lope de Vega debería haber sido él. Esto siempre sucede entre amiguetes, pero yo, ante ellos como ante él mismo, no dejé de sentirme algo intimidado. Menos mal que nuestra relación siguió siendo cortés por ambas partes, aun cuando yo no dejase de soportar desde mis primeros estrenos por diversas vías –y como quien dice, hasta hoy mismo- reacciones airadas y desdeñosas descalificaciones procedentes de otros escritores, incluidos ciertos sucesivos autores noveles de teatro. Nada me habría sorprendido que Eusebio, a mis espaldas, me descalificase asimismo fríamente, dado lo determinante de sus juicios; pero, si así fue, supo ocultármelo. Maliciosos o de buena fe, apasionamientos tales son inherentes a la vida literaria y solo el tiempo los va reajustando. En cualquier caso, ascensos de unos y estancamientos de otros –por llamarlos inexactamente de algún modo- algo pesarían en el ánimo de García Luengo, y sólo por la fe en sí mismo, que esa, dentro de las inseguridades propias de todo creador, sí que poseía claramente, pudo sobrellevar con suficiente serenidad los reveses de la fortuna y aplicarles su irónico aserto de no ser él un autor de teatro. Pero no le faltaron admiradores que sí lo creían y que proclamaron sus calurosas corroboraciones. El muy considerado crítico literario y director de la tan acreditada revista Índice en aquellos días no vaciló en afirmar, en el prólogo por él dedicado a Las supervivientes en 1955, que en esa obra “el teatro español de nuestros días alcanza su cima más alta y por mucho tiempo, salvo por el mismo autor, difícilmente superable”.
No voy yo a juzgar aquí el teatro de Eusebio, mas sí creo que debo mantener la memoria de las cálidas adhesiones por él recibidas, en beneficio de un autor, vivo todavía, del que las nuevas generaciones apenas tienen noticia y que, durante decenios, significó no poco en el ambiente literario madrileño. Lo digo humildemente, pues, si su recuerdo está oscurecido, sospecho a menudo que, tarde o temprano, olvidos semejantes podrán devorarme. Ya hay quienes me llaman a veces ‘fósil’ o ‘plumífero mojama’. De ahí al silencio poco queda. Con intendencia de la calidad de la obra y de sus posibles resurrecciones futuras en el mejor de los casos, estos desvíos son moneda corriente para los escritores.
Reacio también a los sufridos por otros compañeros, me referí, ya en 1972 y en mi discurso de ingreso en la Academia, a su ensayo Revisión del teatro de Federico García Lorca, que años atrás él había tenido la gentileza de dedicarnos a otro escritor del Gijón y a mí, para diferir cortésmente de su severo dictamen; pero, sobre todo, para citar a su autor.
Rememorar ahora en las pásginas de una modesta revista la labor del escritor García Luengo invita a pensar que sobre él y por encima de circunstancias más o menos literariamente adversas, puede no haberse dicho la última palabra. Y nos lleva a comprender que al realidad de la historia literaria no se configura solamente con los ‘triunfadores’, quienes tampoco habrían conseguido lo que lograron fuera del marco, a veces polémico, que pudo ser para ellos el de un Café parecido al Gijón y unos compañeros de aventura literaria que por algo fueron prestigiosos aun cuando el cruel tiempo parezca arrumbarlos. Pues la historia literaria, como las de otras artes, es siempre y a al vez ‘intrahistoria’. Y en la de nuestros más ímprobos decenios, Eusebio, y otros como él, eran hondos componentes de esa historia completada con su ‘intrahistoria’; y deben estudiarse ambas a un tiempo para entender la verdadera realidad que formaron. Si así se hace se verá, tal vez, mañana, qué queda o qué renace de nuestras páginas.
Para entonces me gustaría darle a Eusebio un abrazo de felicitación, y que él me diose a mí. Pero ni él ni yo veremos tal tiempo, si es que sobreviene. Reciba sin embargo, ahora, el abrazo de mi amistad.

(*)Antonio Buero Vallejo es un connotado dramaturgo hace poco tiempo fallecido


APARECIDO EN 'CAMINAR CONOCIENDO', PÁGINAS 16 y 17 DEL Nº 3 MAYO DE 1994

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