martes, 13 de febrero de 2007

Editorial: 'Poder Bibliotecario' por Hipólito Escolar

Biblioteca de Alejandría

Editorial: Poder Bibliotecario (*)
Por Hipólito Escolar


Es indudable que la lectura enriquece el vocabulario personal, aumenta los conocimientos, desarrolla la inteligencia, facilita la necesaria sociabilidad del hombre, conforma la personalidad individual, satisface la curiosidad, proporciona respuestas a posibles dudas, distrae y gratifica con momentos placenteros.
Si esto es así, ¿por qué los hombres no corren tras los libros, llenan las bibliotecas y pasan la mayor parte de sus ratos leyendo? ¿Por qué solo leen libros la mitad de los habitantes de los países cultos? ¿Por qué un porcentaje elevado de los universitarios no lee nunca o casi nunca libros? Si es escasa la afición a la lectura de los libros, el hecho no ha preocupado en España a los educadores, que sería, a primera vista, los preocupados en provocarla, ni a los políticos, que debían diseñar medidas para aumentarla, ni a la gente en general, los posibles beneficiarios.
Recordemos que a lo largo de la historia, sólo una minoría muy exigua, la responsable de las creencias religiosas y de los valores morales, ha recurrido a la lectura de los libros. La mayoría, los que acataban el orden establecido, se ha tenido que conformar con la palabra oral para su formación y entretenimiento. Es más, en muchos siglos, la lengua escrita, por ejemplo el latín, fue distinta de la hablada: lenguas romances o vernáculas.
La lectura se generalizó a partir del siglo XIX como consecuencia de las revoluciones francesa y americana, que obligaron al pueblo soberano a participar en las decisiones políticas, con la consiguiente obligación de conocer las diferentes opciones. Los gobiernos tuvieron que preocuparse del desarrollo de la enseñanza en los niveles elementales y medios, y
Brotó con gran fuerza la prensa al servicio de esta idea y la literatura popular para justificar el empleo del aprendizaje de la lectura en personas de formación elemental.
Hoy, cuando hay una tendencia general a la alfabetización universal y cabía esperar que la casi totalidad de los hombres serían lectores de libros, nos encontramos con el hecho de que esto no es así porque han aparecido otros instrumentos accesibles y cómodos que solucionan al hombre de nuestros días las necesidades de entretenimiento e información, que proporciona el libro. Me refiero principalmente a los modernos medios de comunicación, como las grabaciones audiovisuales y la radio y la televisión.
Cabe pensar que el libro ha cumplido un ciclo histórico y que unos con nostalgia y otros con indiferencia podíamos dejarlo morir. Personalmente pienso que no debe ser así, que el libro es el recurso, a lo mejor el último cartucho, para evitar la disolución de la personalidad individual en la futura sociedad que lleva camino de parecerse más que a las sociedades históricas a las sociedades de insectos.
Los miles de libros que anualmente se publican, que por su inmensa variedad permiten escoger y leer lo que a cada uno le place, no lo que otros le dictan, representan la libertad de información frente a la televisión y la radio, que trasmiten mensajes uniformes seleccionados, no por el oyente, sino por minorías interesadas en propagar determinadas actitudes que terminarán por imponer unos pocos criterios y unos rígidos valores de la inmensa muchedumbre.
Pero el libro actual, y no es la primera vez que sucede en la historia, le corroe el vicio original que le aleja del lector: la valoración literaria, una tiranía impuesta por otra minoría, más interesada por el autor y por la creación, que por el lector y por la lectura. Cuando el autor escribe para la gente, no precisa ni del crítico ni del profesor de literatura para que se produzca la comunicación. A veces el autor no busca la comunicación con las gentes, sino la vanagloria, un puesto en la historia de la literatura y, a veces no tiene nada que decir a las gentes y recurre al artificio, a la pura forma. En estos casos, los críticos y los profesores de literatura se regocijan comentando la obra y el autor se siente orgulloso de haber despertado el interés de los especialistas.
La tiranía académica, iniciada por los bibliotecarios de Alejandría cuando crearon lo que después se llamó el canon alejandrino, es decir, las listas de los más notables cultivadores de cada género literario, ha impuesto a los bibliotecarios una valoración jerárquica, de las obras literarias, totalmente alejada de los gustos y apetencias de los lectores. Los resultados están a la vista: pocas gentes frecuentan las bibliotecas públicas y las obras mejor calificadas por la autoridad académica, las más abundantes en los estantes, normalmente permanecen impolutas, casi sin estrenar.
Por ello me gusta indicar a los bibliotecarios que, al seleccionar los libros no hagan caso de las valoraciones académicas, como no lo deben hacer de las religiosas y de las políticas, aunque las tengan en cuenta. La autoridad para ellos debe ser el lector que, además tiene la libérrima libertad de leer, en el caso de que le interese leer, lo que quiere y cuando quiere.
A la pérdida del complejo de inferioridad padecido por los bibliotecarios frente a los profesores y críticos de la prensa que sacan pecho gratuitamente, pues muchas veces alaban lo que no entienden ni las agrada, y la consecuente organización de los fondos de las bibliotecas conforme a criterios profesionales, es decir, atentos a las necesidades, preparación y gusto de los lectores, llamo yo poder bibliotecario.
Nuestra función es pontifical tendiendo puentes entre el autor y el lector, pues se encuentra en el canal de la comunicación y tiene como objeto conseguir que cada lector encuentre los mensajes que más le puedan apetecer y necesitar. No es una función, como pretendía Ortega en ‘La misión del bibliotecario’, reguladora de la producción y un filtro interpuesto entre el torrente de los libros y el hombre, porque el bibliotecario no puede ser un juez, un censor que califique a los libros de buenos y malos.
El poder bibliotecario, ofreciendo en sus centros una gran variedad de libros a una gran cantidad de personas con formación e intereses diversos, puede dar un cambio radical al rumbo lamentable a que se encamina la sociedad, favoreciendo a los autores que dicen algo valioso, ofreciendo un rico y variado muestrario de ideas y facilitando la formación de criterios personales independientes, que han de corregir la tiranía de los medios de comunicación de masas y consolidar una sociedad de personas independientes y responsables.

Hipólito Escolar
(*) Hemos cedido el editorial al ilustre biblioteconomista, que fue director de la Biblioteca Nacional, Hipólito Escolar. Esto no quiere suponer que estemos al cien por cien con sus ideas. Sus posiciones son suyas y nada más.

DE LAS PÁGINAS 3-4 DEL NÚMERO 3 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’ DE MAYO DE 1994

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