miércoles, 17 de enero de 2007

Aantonio Escudero y Joaquín Lledó: Manifiesto Hiperbóreo


MANIFIESTO HIPERBÓREO

Por Antonio José Escudero Ríos y Joaquín Lledó

(In memorian de Eloy Pérez Caricol, amigo e hiperbóreo, a quien, agradecidos y votivos, dedicamos este recuerdo en póstumo homenaje. Que le tierra te sea leve)

Y recoge hasta que el tiempo y los tiempos acaben las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol
W. B. Yeats


Somos burlones, socarrones; maliciosos, mas solo en ‘eso’ de las mozas y la fuente, pues en el resto somos buenos compañeros que apreciamos el zumo de la viña y tenemos nuestra más preciosa holganza en platicar en la academia de Baco.

Epicúreos, es nuestra distracción de botánicos ocupados en recordar raras etimologías la que nos impide gozar en plenitud de lo bucólico.

Pero no hay que creernos orgullosos y presuntuosos. Basta una insinuación del aroma de la más sencilla de las flores para hacernos acudir inmediatamente a la cita en el paisaje. De nosotros no podrá decirse aquello que de Narciso dijo Ovidio en sus ‘Metamorfosis’: ‘… huyó implacable y la ninfa, menospreciada, se refugió en lo más solitario…’.

Nosotros estamos desarraigados de soledad, que es apetencia que tiene lo único en la razón de su malcrianza. Nosotros, siendo muchos, aunque estemos a veces absortos o aparentemente perdidos en íntimas delatan claramente nuestro origen: evidentemente somos de la misma raza que las rupestres zarzas. En realidad, del ser, solo sabemos lo que decían los presocráticos y un poco lo que cuentan entre las breñas de estas Navas que dicen del Marqués aquellos que tiene tratos con Agustín (*), el del burro Rafael. Pero lo que si tenemos claro es que, siendo como ya dijimos, por velludos naturales, también somos pueblo por nuestro afincamiento en el burgo. Y, siendo naturaleza y pueblo, somos en número indeterminado, algunos entre uno y ciento. Y es por ello que repartir la mas simple de las cosas –sean estas panes o peces- siempre nos produce restos irracionales.

Y ya nadie se sorprende de vernos en los prados sin retozar, con siringas y zampoñas abandonadas, golpeándonos los dedos con aire de calcular. Ya nadie se sorprende. Todos saben que nos hicimos pitagóricos por esto de la contabilidad. Y que chupando la punta del lápiz, buscamos la extrema y media que, siendo justa ecuanimidad y muy sabia proporción, es madre del número áureo.

Pero los que son maliciosos niegan que nuestra voluntad de traer a este perro mundo la luz de la igualdad sea verdadera. Ellos dicen que no es porque seamos altruistas sino porque tenemos las habas contadas que nos entregamos al álgebra y al ábaco, intentando comprar a precio de cateto lo que está valorado como hipotenusa. Y también dicen esos maledicentes que si pretendemos duplicar el cubo y hacer del círculo un cuadrado es sólo por no tener que hacer frente al almojarife y a las alcabalas. Y es que es esta fraga de columnias la que no nos hace llorar lágrimas gordas como cuentas de ámbar mientras, con nuestro vellocino al hombro, vadeamos el Eridanus huyendo del montazgo.

Por supuesto es mentira que escurramos el bulto, o que, a base de pajas, pretendamos acabar con los granos. Simplemente somos hiperbóreos y nos encaramamos a la atalaya del Eiffel. Abrazados a su esqueleto metálico contemplamos la bóveda del cielo y meditamos sobre los conjuntos y los ángulos que forman las estrellas girando alrededor de aquella que no quiere girar. Y todos aquellos que no tengan todavía el corazón definitivamente endurecido por los falsos rumores podrán oírnos salmodiar en la nocturna calma nuestras oraciones: ‘¿Qué te pasa Estrella Polar’, ‘¿Por qué estás ahí fija?’, ‘¿Qué certeza te tiene presa?’, ‘¿Qué fe, qué dogma es el que te impide mudar?’.

Y si, siendo muchos e indeterminados, a una sola estrella –y no a muchas o a pocas cosas- nos ponemos a rezar, es porque es su brillo clavado en el eje de los cielos el que nosotros mezclamos con el resplandor de la aurora boreal para fabricar un color entre azul y rosado que guardamos para nuestra longevidad, pues consideramos que esta aleación es bien fijo cuyo valor no puede mudar. Y, todos estaréis de acuerdo, en estos tiempos que corren, razones hay para poner a asegurar. Pues hace muy poco dos que eran mas o menos de los nuestros en un río se quisieron mirar y no pudieron hacerlo porque, al tener este dos orillas, no se lograban hallar. Por eso nosotros, firmes estamos en nuestra devoción a aquella que, única cosa fija en los mudables cielos, nos indica el camino hacia el reino Hiperbóreo en el que el número indeterminado de nosotros está gozando ya la común inmortalidad.

Antonio José Escudero Ríos y Joaquín Lledó
Barrio de la Estación (Las Navas del Marqués) 25 de febrero de 1994/5754

(*) Se refieren al profesor Agustín García Calvo. Ver en ‘Caminar conociendo’ nº 2 el artículo ‘El burro del maestro’.

APARECIDO EN ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 3, PAGS. 46-47. MAYO DE 1994

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Hiperbóreo


Wikipedia. La Enciclopedia libre


En la mitología griega se denominaban Hiperbóreos a unos pueblos que habitaban en las tierras septentrionales aún desconocidas, al norte de Tracia. Su nombre (más allá de Bóreas) deriva precisamente de que se creía que el dios-viento Bóreas habitaba en Tracia, y los hiperbóreos, sus hijos, lo harían más al norte de este reino, en el país de Hiperbórea. Se les atribuían costumbres primitivas: Sileno, en una de sus fábulas, decía que fueron los primeros hombres en ser visitados por los habitantes de otro continente más allá del océano que, asustados por lo que se encontraron, regresaron a su país y no volvieron más.


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