lunes, 29 de enero de 2007

José Mª Páez Balgañón: DESPUÉS DEL SILENCIO


DESPUÉS DEL SILENCIO

Por José Mª Páez Balgañón (*)

Cuando salí del hotel caía una lluvia fina, tan insistente que parecía sostenerse inmóvil en el espacio. El fragor del mar estrellándose en las peñas ahogaba su rumor, que era, entre los paréntesis de la espuma rugiente, como el acariciar de las escobillas en el tamborín de una orquesta.

Valerio me había dicho que la primera vez que la vio fue en Estambul, visitando una de sus mezquitas. Que iba sola y que su falda, larga y de un tejido sutil, la rodeaba de medio cuerpo para abajo, como si quisiera cubrirlo de secretos. Porque tan pronto se ceñía a él, sacando a la superficie líneas y ángulos apenas señalados, como recatados voleos impedían toda insinuación. Sus pies, desnudos, sobre las alfombras, trasmitían a su andar un recogimiento distanciador. Valerio la siguió, como sí de golpe, de todas las maravillas de la mezquita, sólo le interesara la mujer. Ella se detuvo ante un ventanal y se recostó en el quicio. Su figura, silueteada por el contraluz de una tarde que moribundeaba fuera, adquirió la inquietante hondura de la meditación. Su perfil rubio, exacto de medidas y recogido bajo la pañoleta que el rigor islámico obligaba, indicó a Valerio su origen nórdico. Me confesó Valerio que quizá no fuese particularmente bella, tal vez no pasase de una exótica normalidad, pero lo que le turbó aquello otro que de ella emanaba, impreciso como un enigma o una soledad.

-‘Creo que fue aquella línea luminosa de su contorno lo que inició mi obsesión por ella’. 

Eso fue lo que Valerio me dijo.

Le pregunté yo si no llegó a hablarle.

-‘Claro que le hablé, pero yo, que tengo la palabra fácil, sólo supe decirle que Estambul es una ciudad bruja y que su olor, su arquitectura, su historia, sus colores y sus noches hacen daño, como una comida exquisita pero excesiva. Ella me miró con curiosidad, algo así como si yo hubiese brotado para ella de la nada. Su mirada, de un azul enorme, recorrió pausada y distraída la mezquita hasta que se posó en mí. Fue un instante, luego marchó a la deriva por otros lugares, con la determinación de que nada turbara su particular hechizo. Sintiendo la inutilidad de mi necia contemplación, proseguí mi visita. Pero ya no fue lo mismo. A partir de ese momento me sentí impotente para pensar en otra cosa que no fuese aquella mujer’.

Valerio me había dicho infinidad de veces que la mujer gusta, por encima de otras seducciones, de la palabra.

-‘Porque como los niños y cualquier otra alma sensible, están predispuestas a escuchar’. 

Mi idea sobre Valerio era la de un ser particular y contradictorio. Colega de curso en la facultad, aparecía siempre solitario, actitud que atraía a las compañeras. No recuerdo, sin embargo, que llegase a emparejarse con ninguna. A veces caía en una meditación absorta, olvidadiza, que nos alejaba a todos. Tampoco era raro que en alguna de nuestras fiestas, en ese momento estremecido de la madrugada en que abrazos desmadejados acaban con flacas resistencias y los alientos, de repente hambrientos, se comen unos a otros, Valerio, mudo, errara con un vaso en la mano y un cigarrillo en la otra, yo diría que con la sensación vergonzante de quien se sabe ignorado. Cuando yo, presintiendo su despecho, me acercaba a él, ‘aguarda un rato, todavía queda mucha fiesta’, Valerio se fingía ebrio, ‘estoy demasiado bebido, creo que vomitaré de un momento a otro’. Desaparecía. Desde la ventana escuchaba sus pasos en el destemplado desperezar de la urbe. Al alejarse resonaban con un eco mordiente y acongojado.

-‘Cuando me di cuenta de que su mirada iba más allá de mi propia persona, supe que mis palabras no habían servido para nada. Vagué por la mezquita sintiendo encima el peso del desencanto. Me marché. Fui a recoger mi calzado, que un hombrecillo cetrino, y como llegado de un pasado intemporal, repartía entre murmujeos. Fue allí donde volví a verla. Ya calzada se había despojado del pañuelo. Su tez, muy pálida, tenía una suavidad de tela renacentista, y en la que la imprevista y sensual presencia de una boca osadamente actual, podía provocar el desconcierto. Al tropezarme con su mirar me sobresalté. No sé por qué imaginé que me sonreía. Al calzarme, turbado y especialmente torpe, perdí las sandalias. Se me escurrieron de las manos, brincando peldaños. Cuando al fin las recuperé y logré ponérmelas, la tenía al lado, con la hilaridad retenida al borde de los ojos. Se sentó junto a mi recogida’.

-‘Fue bonito lo que me dijo antes, comentó, pero hay momentos en que una respuesta es imposible’.

Quedó en silencio, como en muda invitación.

-‘Lo comprendo. Nada extraña en un lugar como este. Sólo el cielo o el mar pueden darte algún sosiego. Es bueno dirigir la vista a ellos para descansar de tanto monumento, del caos de tanta civilización, de tanta historia. Pero esta ciudad hechizada vuelve a reclamarte porque está eternamente celosa. El mar y el cielo, te susurra, no son sino adornos míos, yo soy la esencia que debes admirar. Es una ciudad orgullosa y egoísta, se ama a sí misma, pero cuando te has dado cuenta, también tu estas amándola. Es algo inevitable’.

-‘Ella con la expresión perdida, no decía nada. La paz le confería una serena hermosura de estatua mientras el tiempo se remansaba en la hora perlina del atardecer. Me sentí desvalido de nuevo. El enigma de aquella mujer me turbaba tanto que la tensión de saberla a mi lado se me hacía insostenible. No sé cuanto tardó en levantarse, pero cuando lo hizo se atusó la falda, recogió sus planos y guías, y cámara en bandolera, se encaró conmigo’.

-‘¿Habla usted cosas extrañas, dijo, cuando visite mi país me gustaría escuchar lo que piensa de él’.

-‘¿Cuál es su país?’, pregunté.

-‘Era uno de esos civilizados países norteuropeos, Finlandia, Islandia, alguno así. Bajó las escaleras. Desde allí, en un leve giro, movió la mano en señal de despedida. La puesta de sol había dejado como dos lonjas de melancolía en sus pupilas. Caminó hasta el fondo del patio, y, ya en la salida definitiva, se volvió otra vez. No agitó la mano. Cuando desapareció tuve la sensación de que en el hueco todavía quedaba el rostro borroso de su ausencia. No la he vuelto a ver. Este año trascurrido no me ha servido para olvidarla. Día a día la recuerdo más, y todo es absurdo, ya que apenas si soy capaz de retener sus facciones. Como mucho, un impreciso conjunto de su figura, desflecada por un ocaso rojizo y centelleante. Supongo que habré de vivir con esta evocación hasta que vaya decolorándose y sólo queden manchas irreconocibles’. 

Esto fue lo último que Valerio me dijo.

Estaba yo en Gijón con María, una muchacha dulce y distante que había conocido yo frente al San Sebastián del Greco, en el Prado. Solo reparamos el uno en el otro cuando el ujier vino a sacarnos de nuestra fascinación por la pintura, ‘hora de cierre’. Bromeamos al salir. Nuestro encuentro tuvo una plácida facilidad. Nos hicimos amantes, unos meses después. Sus modos eran más bien reflexivos y, a veces, solo mis jugueteos infantiles lograban despertarle un sentimiento vivaz, que intuí su verdadero ser. Infinitas veces le dije que la amaba, a las que ella, por toda respuesta, me estrechaba en sus brazos con esa ternura indefinible que sólo las mujeres, al igual que los niños, saben ofrecerte cuando lo necesitas. Ella jamás me lo dijo. Estábamos en la habitación del hotel y nuestra estancia en Gijón concluía a la mañana siguiente. María, sentada al borde de la cama, me miraba como si quisiera escrutar mis sentimientos, con la expresión generosa de quien busca no hacer mal. Estaba bella en su desnudez, suelta por los hombros su melena de mañana pajiza. Una caricia, breve e intensa, me rozó la mejilla.

-‘¿Me quieres ya?’, pregunté.

Ella se inclinó, y por mi pecho corrió el cosquilleo de su pelo al besarme. Luego se enderezó, dándome la espalda. Esta, erecta, tenía la fragilidad de una porcelana y la potencia de un arco en tensión. Un silencio inmóvil, como cargado de desconocidos hechos sorprendentes, nos mantuvo a los dos en una espera mutua. Luego ella, en su trabajoso español, habló:

-¡Si supieras como lo he intentado! Pero a qué engañarme más. Vine a tu país en busca de un hombre de quien ni siquiera su nombre sé. Sólo escuché sus palabras una vez. Al poco de alejarme de él, supe que tenía necesidad de seguir escuchándolo. Cuando regresé ya no estaba. Aquí, en tu país, tu me diste alivio por un tiempo. Pero no quiero seguir utilizándote para amansar mi ansiedad. Ese hombre es mi destino. Necesito buscarlo. Sola.

Me vestí lentamente, con la memoria vuelta a mis conversaciones con Valerio. Cuando terminé de vestirme, María permanecía sentada en la cama. Su desnudez era una exquisita quietud que ponía sensualidad a la humillante vulgaridad de la alcoba. Cuando abrí la puerta y le eché la última mirada entreví, entre luces esfuminadas y penumbras descoloridas, el brillo desvalido de una sonrisa infantil, de esas que piden perdón por no se sabe qué pecados. A mí me fue imposible sonreír.

Al salir del hotel, llovía. Caminando por el paseo marítimo, el aire me trajo un olor salobre que casi pude paladear. Me acodé en la balaustrada. El mar, debajo de mi, y como si estuviese herido en alguna parte, bramaba.

No he vuelto a saber de Valerio ni de María. Vagamente creo recordar que por entonces le puse unas letras a Valerio. A decir verdad, no sé por qué.

(*)Páez Balgañón, José María.- (Psiquiatra y escritor, Premio Ignacio Aldecoa de Cuentos, Sonrisa Vertical...) - Madrid


(ESTE RELATO DE JOSÉ MARÍA PÁEZ BALGAÑÓN APARECIÓ EN LAS PÁGINAS 18-19-33-34 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO' Nº 3 DE MAYO 1994)

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